viernes, 5 de diciembre de 2014

REGALO: NI YANKYS, NI MARXISTAS… ¡ZOMBIES PERONISTAS! de Sebastián Pandolfelli ¡EL CUENTO COMPLETO!


Si te quedaste muy impresionado con la mid season finale de THE WALKING DEAD te regalamos, para leer este fin de semana, un relato completo de zombies argentinos y peronistas de uno de nuestros escritores preferidos: Sebastián Pandolfelli. El cuento integra la antología El libro de los muertos vivos: un imprescindible en cualquier biblioteca NE y para cualquier lector que espere sobrevivir en el apocalipsis zombi.
No sea cosa que te agarre la abstinencia de caminantes y salgas a los mordiscones…

Sobre el libro:
EL LIBRO DE LOS MUERTOS VIVOS
Ricardo Acevedo (Comp.)
Ediciones Lea
Cuentos argentinos
17 escritores argentinos muestran su particular visión sobre los zombis, los muertos vivos que resucitan en todo el mundo para horrorizarnos con su avidez por la carne humana. Convocados por el cubano Ricardo Acevedo Esplugas, uno de los referentes internacionales de la literatura de ciencia ficción, construyen historias de muertos pero también de sexo, amor, política, enfrentamientos y miserias cotidianas. Un libro que espanta, divierte y conmueve, y que nos lleva a una excursión que empieza en un cementerio y termina allí donde se escuchen los gritos desesperados de quienes luchan por sobrevivir al ataque de los muertos vivos.
Introducción: José María Marcos.
Selección y prólogo: Ricardo Aceveda Esplugas.
Cuentos: Leandro Ávalos Blacha, Pablo Martínez Burkett, Juan José Burzi, Esteban Castromán, Diana Da Silva, Luciana De Luca, Hernán Domínguez Nimo, Fernando Figueras, Juan Guinot, Lorena Iglesias, José María Marcos, Luis Mazzarello, Guillermo J. Naveira, Sebastián Pandolfelli, Jimena Repetto, Valeria Tentoni, Juan Manuel Valitutti.

Sobre el autor:
Sebastian Pandolfelli nació en Lanús en enero del 77 y se crió en Villa Diamante. Es músico, compositor y escritor. Integra el cambalache sonoro Los Barriletes Cósmicos, una banda de rock. También toca la guitarra en el experimento Cachivaches. Produjo y condujo algunos programas de radio. No sabe manejar ni jugar al fútbol, pero realiza performances de lectura. Es discípulo y lugarteniente de Alberto Laiseca.
Publicó "Rocanrol" (Ed. Funesiana, 2008). "Choripán Social" (WU WEI 2012), su primera novela, circuló en fotocopias y se convirtió en una especie de novela de culto. También escribió dos libros de relatos: "Diamante" y "Mugre" (Inéditos).

Y EL CUENTO!

NI YANKYS, NI MARXISTAS… ¡ZOMBIES PERONISTAS!
Por Sebastián Pandolfelli
Jhonn Sunday era un científico. Uno más entre tantos otros. Pero una obsesión que acarreaba desde chico terminó con su carrera en los Estados Unidos y se tuvo que escapar. Cuando cumplió los seis años, su padre, un ex marine amante de las armas le regaló un rifle. Le dijo que ya era hora de hacerse hombre, le palmeó el hombro y lo llevó de caza. En medio del bosque, luego de varias horas sin ver ni una codorniz, mientras esperaban agazapados tras unos pastizales, apareció un oso enorme. El rugido del animal lo paralizó. Se puso pálido y sintió que se convertía en una piedra. Su padre le gritó que corriera pero él sólo atinó a quedarse ahí, inmóvil. Entonces intentó alzarlo para escapar, pero el monstruo peludo, de un manotazo le desgarró el cuello. Jhonn seguía sin mover ni un solo músculo, aterrorizado, con los ojos como huevos duros, mientras el viejo se desangraba. Al rato, el oso se acercó, lo olfateó y se fue como si nada. En ese instante su cabeza hizo un click. Desde entonces su único objetivo fue ganarle a la muerte. Ya la había visto cara a cara y se juró no volver a tenerle miedo. Nótese que en su idioma natal “oso” y “miedo” suenan y se escriben parecido.
Otro dato curioso: su madre se casó con el guardabosques que lo encontró.

Jhonn fue creciendo y resultó ser un genio. Estudió ingeniería, física, química, matemáticas, filosofía, teología, astrología, botánica y hasta hizo un curso de repostería y otro de origami por correspondencia. A los seis años había visto a la muerte y diez años después le vio la cara a Dios, con una compañera de estudios.
Consiguió empleo en un laboratorio y se paseaba feliz entre libros y tubos de ensayo. En unos años llegó a dirigir su propio equipo de investigaciones. Ahí empezaron los problemas: descubrieron que utilizaba el tiempo y los recursos del laboratorio para su trabajo personal. Quería encontrar una fórmula que impidiera la muerte. Soñaba con eso (Y de vez en cuando tenía pesadillas en las que lo perseguía algún oso). Estuvo meses probando y ensayando con la tetraodotoxina del pez globo, datura stramonium, extractos de piel de rana, sopas de sobrecito, fernet Branca, cerveza Quilmes y otras tantas sustancias peligrosas. Así hasta que un día sus pruebas con ratones salieron más o menos bien. Había que matarlos y después, inyectarles la poción para ver si revivían. Y ¡Eureka! ¡Revivían! Pero con algunas complicaciones. Cosas menores, como que andaban atontados, babeaban, perdían pelo y parecían haber contraído sarna. Pero bueno, hombre, no nos vamos a andar fijando en esas nimiedades cuando logramos revivir a un animalito luego de haberle quebrado el cuello. ¡Que alegría! ¡Que emoción! ¡Se había convertido en Dios! Al menos para las ratitas del laboratorio. Ahora tenía que probarlo con seres humanos pero no sería fácil. Jhonn Sunday era un tipo solitario. Sólo tenía relación con su grupo de investigadores a quienes daba órdenes cada vez más extrañas. Prácticamente vivía en el laboratorio. Su único contacto con el exterior eran algunos colegas y una radio en la que escuchaba música. Dejó de comer, de bañarse. Claro, no quería que se enteraran en qué se basaban sus estudios. Una noche no aguantó más y le pidió a una estudiante que se quedara fuera de hora para hacer unas pruebas. La muchacha se negó y entonces Jhonn la correteó por todos lados con la jeringa a punto. Gritaba como una marrana. Lamentablemente no logró atraparla. Entonces le agarró un ataque de locura y quiso inyectar a uno de los muchachos de seguridad de la empresa que se le venían al humo. “¡No entienden nada! ¡Ustedes no entienden!” gritaba “¡Esto es por la vida! ¡Yo vencí a la muerte! ¡Suéltenme! ¡La fuerza es el derecho de las bestias!” Le dieron una paliza y de más está decir que lo echaron a patadas en el culo. Aunque al otro día lo dejaron ir a buscar sus cosas, sus anotaciones y ya que estaba se llevó unos cuantos ingredientes para seguir trabajando en casa. Pero la alumna lo denunció por acoso sexual y ahí se le complicó la existencia. Tenía encima un grupo de militantes feministas. En esos días estaba muy deprimido porque no podía trabajar tranquilo y no encontraba excusa para matar a alguien y luego revivirlo. Entonces, un colega austríaco llamado Ronald Richter, que era el único que lo entendía, se le apareció en un sueño y le contó que Argentina era un país extraordinario donde cualquiera podía hacer experimentos libremente y que nadie cuestionaba nunca a un científico extranjero. Le dijo que él había estado allá en los años cincuenta probando la fusión fría de átomos pesados, en la isla Huemul y que el presidente Perón y los peronistas lo habían apoyado en todo. Jhonn se despertó desesperado y empezó a buscar información sobre ese país de las maravillas. Se metió en wikipedia y vio que los argentinos inventaron el dulce de leche, la birome, el colectivo, el tango, a Borges, a Perón y a Maradona. Lo que más le entusiasmó fue que Argentina estaba casi virgen en materia de ciencias y además era un país barato donde podría vivir años con su buena indemnización en dólares. Por otra parte se enteró de que el partido político dominante era ése que siempre había apoyado el desarrollo científico. También descubrió que existían unos pequeños poblados cerca de las ciudades llamados “villas miseria” donde habitaba toda clase de gente. ¡Y que mejor lugar para un científico que pretende experimentar con vidas humanas! Ahí nomás sacó pasaje y se subió a un boeing de Aerolíneas Argentinas. Se subió, pero el avión no despegaba porque los empleados estaban en huelga y el vuelo se demoró tres días. Finalmente llegó a Ezeiza. Tomó un remís y como no sabía muy bien a donde ir se bajó en el obelisco. Ese falo erguido en medio de la ciudad que pusieron ahí para mostrarle al mundo que los argentinos tienen la más larga, la más ancha y que son “re porongas”. “¿Conoce algún perounista?” le preguntó al remisero, que le cobró doscientos dólares el viaje y le habló de los progresos de la ciudad con el ingeniero Macri a la cabeza. “Tiene que ir a una Unidá Básica, jefe, siempre están ahí rascándose las bolas…” le contestó y se fue.
Al rato estaba parado esperando un taxi, pasó un motochorro y le arrebató uno de los bolsos. Por suerte sólo contenía ropa. Los materiales de trabajo los traía en la valija. Quedó con lo puesto, unos jeans gastados, zapatos de suela ancha y un guardapolvo que alguna vez fue blanco. Jhonn era rubio, de ojos celestes. Llevaba anteojos de marco grueso y la barba crecida y despareja. Parecía escapado de un viejo programa de Teleescuela Técnica. Estaba atardeciendo. El sol grande y anaranjado se disolvía contra la avenida 9 de julio como una pastilla efervescente. Se sentó un rato en un bar y pidió un café. Miró por la ventana y vio pasar unos hombres vestidos con harapos arrastrando unos carros enormes llenos de cartón, papeles y desperdicios reciclables. Pagó el café y corrió hacia ellos. “¡Míster, míster! ¿Donde es el villa de usted? ¿Conoce un villa? ¿Conoce a Perón?” preguntaba agitado. El muchacho se quedó mirándolo un rato, sorprendido y le soltó: “¡Perón se murió papi! ¡hace como treinta años!... Me parece gringo, que te faltan un par de caramelo en el frasco a vos ¿No?... ¿Para que queré una villa? ¿Tas queriendo pegar mandanga barata vó? ¡Ustede los gringos son todo iguale! Vienen acá con los verdolaga y se hacen la América, se hacen…” “¡Pasame unos verde guacho! ¡Si a vo te sobran…!” le gritó otro. Ahí nomás repartió unos billetes y enseguida eran todos amigos. “¿Vos queré conocer una buena villa, gringo? Mirá, macho, tenés Zabaleta que está llena de paqueros, ahí te matan por dos peso, la 31 que es más tranquila, Ciudad Oculta, La Cava… depende lo que quieras… ¡Tenés villas para elegir de todos los colores y todos los tamaño, JA!” le contaba el cartonero. “¿Usted míster es de un villa?” preguntó Jhonn. “Sí, nosotros somo de Villa Diamante, queda en provincia, en Lanús… ¿Querés venir con nosotro gringo? ¡Si te pagás la birra está todo bien!” Y Jhonn Sunday se subió con ellos a un rastrojero cargado de cartón hasta las pelotas. Al cruzar el Puente Alsina tuvo un poco de miedo. Esa vieja construcción amenazaba con caerse en cualquier momento y por abajo pasaba el Riachuelo, una masa líquida, negra, espesa y maloliente. “Este río está tan contaminado, que si te caés, te derretís…” le comentó un cartonero. Finalmente llegaron a Villa Diamante. El paisaje le recordó algunas fotos de pueblos africanos o de la India, esas de la National Geografic. Calles de tierra, casillas de chapa y ladrillos huecos, veredas anchas y zanjas con agua podrida. Algunos chicos descalzos corrían detrás de una pelota y hacían barullo. Al bajar del camión, en la esquina, sobre una casa pintada con cal, vio un cartel que rezaba: “UNIDAD BASICA PERON ES DIAMANTE” coronado por el escudo del partido justicialista. Se emocionó y hasta le brotaron unas lágrimas. “Vo, gringo… ¿buscabas peronistas? Ahí tenés… Ojo que son como los testigos de Jehová, te va a querer convertir enseguida” le comentó uno de los cirujas, que era militante del Polo Obrero. El rugido del viejo motor del camión, se mezclaba con una música. Una base de bajo pop que le resultaba conocida. Se acercó a la casa y batió las palmas. La canción sonaba fuerte. Golpeó la reja de la ventana y de repente se abrió la puerta y casi se desmaya del susto. Creyó oír el gruñido de un oso. Pero no, era otra cosa. Parpadeó varias veces. Un zombie morocho con los ojos para afuera, enfundado en un traje de vinilo rojo y negro, salió violentamente con un 38 en la mano. “¿Qué pasa máquina? ¿Qué queré?” le espetó y se le cayeron pedazos de piel de las mejillas. “¡Hablá papi! ¿No ves que estamos ensayando acá?” La música que venía de adentro lo trajo de nuevo a la tierra. Reconoció la melodía. Era Triller, de Michael Jackson. Pero en ritmo de cumbia, el folklore local. En ese instante, de entre los pies del zombie salió corriendo un perrito marrón y se puso a ladrarle desaforado a los cartoneros que descargaban el camión. “¡Salí perro de mierda!” le gritaban los muchachos y le tiraban algunas piedras. El bicho saltaba y gruñía. “¡Camporita! ¡Vení acá!” le ordenaba el dueño. Entonces el pequeño can mordió a un tipo en la pantorrilla. Era el chofer, un gordo de campera verde y gorrito con visera. El tipo le ensartó una buena patada y lo mandó contra el acoplado del rastrojero. La fatalidad y sus caprichos: justo estaban bajando una bolsa enorme, llena hasta el tope. Adiós Camporita. La mascota de la Unidad Básica, fue aplastada por papel de diario tras el golpe del camionero. “¡Noooo!” gritó el zombie y corrió hasta el lugar de la tragedia. Levantó la bolsa y el perro no se movía. Lo alzó y lo miró fijo en silencio. Apuntó al cielo con el 38, disparó tres veces y se puso a llorar. Ya sea por la emoción del momento o por efecto de los disparos, en la calle no quedó un alma. Rajaron todos como rata por tirante. Menos Jhonn que seguía parado en la puerta de la Unidad Básica. Dejó de sonar la música y aparecieron el Toto y Miguelito Miguel desde el fondo de la sede peronista. “¿Qué pasó Cacho?” preguntaron a coro. “Se murió el perro” contestó. “Yo estaba ensayando para el baile del Club y abrí la puerta y se escapó y mordió a un boludo y lo patearon y lo aplastó una bolsaaaaa…” contó entre lágrimas, con la voz quebrada. Parecía un chico. Quedaron los tres en medio de la calle de tierra, mirando a Camporita en silencio mientras corría una brisa que levantaba pequeños remolinos de polvo. “Míster… míster… ¿Puedo revisar yo el mascota suyo?” dijo Jhonn y de repente se hizo visible para ellos. “¿Y vos, rubio? ¿De donde saliste? ¡Fue tu culpa! ¡Por vos se escapó!” le gritó Cacho apuntándole con el 38. “Disculpe míster, yo le puedo curar el mascota si me deja revisar…” dijo de nuevo, con las manos en alto y los ojos bien abiertos. “¿Y que sos? ¿Veterinario?” preguntó Miguelito Miguel, rascándose una oreja. Jhonn dejó escapar una sonrisa, levantó las cejas y se acomodó las gafas. Todo eso en un gesto de película de far west que merecía ser coronado con un acorde de guitarra. Rápidamente sacó un estetoscopio, una jeringa y un frasquito de la valija. Cacho, con cierta desconfianza le entregó el pequeño cadáver. Toto y Miguelito miraban expectantes. Jhonn, lo auscultó y comprobó la defunción. Entonces, echó otra sonrisa y lo inyectó. Dejó a Camporita en el suelo. “Hay que, ahora, esperar un pocou…” dijo mirando a los compañeros. “Jhonn, Jhonn Sunday… Soy científico…” se presentó estirando la mano derecha. “Miguelito Miguel, peronista de Perón, un gusto compañero” dijo Miguelito. “Toto, ascensorista municipal, que tal compañero” se presentó Toto. Cacho seguía desconfiado, sin hablar. Se desabrochó la campera roja del disfraz, y abajo tenía una remera con la leyenda “Duhalde 2011”. “Este es Cacho, el titular de la Unidad Básica, peronista hasta los huesos y bailarín amateur…” agregó el Toto palmeándole la espalda. En eso estaban cuando Camporita se levantó, largó tres o cuatro ladridos cortos, se acercó a la bolsa que lo había aplastado, gruñó, levantó una patita y se echó flor de meada. Después lo miró, movió la colita y se metió adentro de la sede. “Che gringo ¿de donde sacaste esa pichicata? ¡Que fenómeno!” comentó el Toto sorprendido, mientras encendía un cigarrillo. “Es un prueba de experimento mío, por eso yo aquí en Argentina, necesito apoyo para seguir… Tengo algunos dineros…” comentó Jhonn y mostró un fajo de dólares. A los compañeros se les quedó la imagen de Franklin tatuada en las pupilas. “Bueno, Jhonny, acá la casa es chica pero el corazón es grande, te podés quedar con nosotros todo el tiempo que quieras, no hay ningún drama…” le dijo Miguelito Miguel poniéndole la mano en el hombro. “Por supuesto que vamos a necesitar unos billetes para gastos ¿viste?” agregó el Toto manoteándole el fajo. “Bueno, bueno… ¿Por qué no vamos adentro y charlamos más tranquilos?” propuso Cacho. “Miguel, andá a comprar unos choripanes a la parrillita de doña Almada y doña Zina, así se va aclimatando y de paso le enseñamos acá al amigo, lo que es la producción nacional de carne argentina… Ah, y ya que está, trae una damajuana de tinto para bajarlos” ordenó Toto pasándole un billete. “¿Puede ser un hamburguesa para mí…?” preguntó Jhonn. “Ehhh, ¡Te equivocaste gringo! El paty es la representación más clara del capitalismo y la burguesía explotadora… ¡Acá se comen chorizos! ¡Ese es el alimento nacional y popular, compañero!” le contestó Miguelito. Entraron. La Unidad Básica era más grande de lo que parecía por fuera. Se notaba el desgaste, el paso del tiempo. Las paredes de la sala estaban un poco descascaradas y con manchas de humedad. Había muchos cuadros, imágenes y fotos. Lleno de izquierda a derecha. Como en un santuario aparecían Perón y Evita, Manuel Quindimil, Herminio Iglesias, el Turco, el Cabezón, la Chiche, Antonio Cafiero y un montón más. Una ensalada con toda la fruta de todos los grandes pensadores y representantes de ese movimiento político, revolucionario, transversal y solidario que los argentinos llevan en la sangre aunque no les guste. Todo eso presidido por un busto de bronce del General Perón de tamaño natural. El primer trabajador, brillaba imponente. Más allá, atravesando una cortina de esterillas de junco, se llegaba a un patio donde había una pileta pelopincho con agua en dudosas condiciones higiénicas y unos sillones de metal algo oxidados. Para espantar los mosquitos habían puesto unas ramitas de albaca colgadas con piolines. Se sentaron ahí y comieron y charlaron toda la noche. Se tomaron tres damajuanas. Y se agarraron lo que vendría a ser un pedo garrafal. Cacho, Toto y Miguelito le contaron sobre el movimiento justicialista, mientras Camporita jugueteaba por ahí, babeando y medio atontado. A la mitad de la segunda damajuana Jhonn ya era más peronista que sus nuevos compañeros. Se puso de pié y tambaleó un poco. “¡Compañerous! Quiero festejar un brindis en honor a mis amigous compañerous… ¡Viva Perrón Carrajou!” gritó y los otros lo aplaudieron. Entonces se desplomó en el sillón y  les contó su historia y dio algunos detalles sobre sus experimentos. La cuestión es que al terminarse el precioso néctar de Baco, le entraron al Fernet con Coca-cola. Y cuando empezaba a amanecer, Miguelito Miguel, que estaba muy interesado en los experimentos de Jhonn, se refregó los ojos y preguntó: “¿Se puede revivir a cualquiera que haya espichado?” “No, no cualquiera… ¡Hip! tiene que ser muerto ¡Hip! de no mas de año o año y medio, ¡Hip! tiene que ser cuanto ¡Hip! mas reciente mejor… más de ese tiempo ¡Hip! muy viejo, no se puede…” contesto Jhonn con un ataque de hipo. Entonces Miguelito sintió una iluminación. Dijo casi a los gritos: “Compañeros, se me acaba de ocurrir algo que nos va a llevar a la gloria, ¡Vamos a revivir a nuestro Caudillo! ¡Al Restaurador de nuestra patria! ¡Brindemos por la República Independiente de Lanús! ¡Vamos a revivir a Don Manuel Quindimil!” Todos aplaudieron a rabiar y brindaron otra vez. Camporita empezó a ladrar como loco. “¡Salí Campi!” Le gritó Cacho y le ensartó una patada cortita pero certera. El perro corrió, pegó un salto, abrió la puerta y salió a la calle. Ahí vio al chofer del rastrojero y se le tiró encima sin darle chance a que reaccione. Lo mordió una cuantas veces y volvió adentro moviendo la colita. Se le estaba cayendo el pelo y echaba una suerte de espuma verdusca por la boca.
“Che, ¿Y por qué no revivimos al General?” preguntó Cacho poniendo los brazos en jarra. “No se puede… ¡Hip! está fiambre desde hace muchou y está embalsamado… ¡Hip!” contestó Jhonn, se quedó pensativo un rato y preguntó: “¿Y si lo resucitamos a Néstor?” Los tres soldados justicialistas lo miraron, se miraron y no dijeron nada.  “Tenemos que revivir a Manolo Quindimil… con él sí se puede, yo sé por que te lo digo…” dijo Miguelito y puso cara de circunstancia. “¿Viste la chatarrería de Valentín Alsina?” continuó, “Bueno, eso de la compra venta de chatarra es una puesta en escena… Ahí, abajo hay un sótano blindado, es enorme y ahí están escondidos un montón de tesoros del movimiento. Está desarmada la bomba atómica que construyó Richter, hay un Pulqui que todavía vuela, un auto unión, una heladera SIAM, el sifón Drago tallado en oro por Pallarols donde el General se preparaba la soda como a él le gustaba… Está lleno de cosas. También hay un montón de documentación sobre los experimentos que se hicieron para clonar a Perón… Alguna vez alguien lo va a conseguir ¡Y entonces sí vamos a salvar a la patria! Todo esto yo lo sé porque una vez entré con Don Manolo a buscar unos papeles y lo vi, y ahí me contó que había encargado a un laboratorio un congelador criogénico donde pensaba guardarse como Walt Disney para que lo saquen cuando le puedan curar el cáncer. Lo malo fue que el caudillo se nos murió y el freezer de mierda ese llegó una semana después. Igual para cumplir con la voluntad del viejo, se hizo toda la ceremonia del entierro, pero el cadáver está congelado en la chatarrería. ¡Vamos ya mismo! ¡Síganme los buenos!” gritó Miguelito. “¡Sí!” gritó Jhonn y cayó desmayado por la borrachera. “Bueno, aguantamos un poco, dormimos algo y vamos…” dijo Toto bostezando. Desde afuera se escuchaban ladridos y algunos gritos. Estaba amaneciendo y los zorzales empezaban a hinchar las pelotas con su canto. Durmieron unas horas, tomaron un par de mates y estaban como nuevos. A Jhonn esa infusión de Ílex paraguaiensis le resultaba con un extraño sabor a acelga. Salieron decididos a cambiar el curso de la historia. Como buenos peronistas. Afuera había algunos cartoneros dando vueltas sin sentido, como si estuvieran drogados y el chofer del camión vomitaba, doblado sobre el capot. “¡Que bárbaro, lo que hace la falopa loco eh…!” Comentó Miguelito. “Compañeeeeeeeroooooo…” susurró uno de los linyeras y se le vino encima al Toto tratando de morderlo. “¡Salí, de acá, trolo!” le gritó empujándolo. El espantajo cayó a suelo y se arrastró lentamente. “Compañeeeeeeeroooooo…” Aulló el chofer levantando la cabeza. Tenía los ojos blancos. Miguelito sacó el 38 del bolsillo y disparó varias veces al aire. “¡Tomenselas de acá, faloperos de mierda!” les gritaba enfurecido. El grupo los rodeó pero lograron liberarse fácilmente a patadas y empujones. Como el rastrojero estaba con la puerta abierta y las llaves puestas, se subieron y arrancaron a toda velocidad hacia la chatarrería de Valentín Alsina. Al salir atropellaron a dos de los cartoneros, que siguieron arrastrándose entre el humo del caño de escape. Llegaron en diez minutos y rompieron el candado. Pasaron a través de grandes montañas de chatarra, autopartes y fierros oxidados. Al fondo del terreno, había una casilla que disimulaba la entrada al subsuelo. La llave de la puerta blindada estaba debajo de una alfombrita que decía “Manolo conducción”. Bajaron apurados. El lugar era sorprendente, un verdadero museo peronista y hasta tenía un pequeño laboratorio. A Jhonn le brillaban los ojos de la emoción. Cacho y el Toto no lo podían creer. “¿Vieron?” Comentó Miguelito orgulloso. “¡Ahí está!” dijo, señalando un aparato que parecía una heladera industrial. Se quedaron mirando sin animarse a nada, hasta que el científico tocó unos botones del display. Se oyó el Ppfffffffffsssssssss… de la descompresión y salió un humito blanco y helado. Efectivamente, ahí estaba el cadáver de Manuel Quindimil enfundado en su mejor traje. Entonces Jhonn, rápidamente le inyectó la pócima milagrosa. “Che… ¿Y cómo se descongela? ¿Le acercamos una estufa?” preguntó Cacho. “No, no hace falta, no está precisamente congeladou, en cincou minutos va estar bien…” le respondió el gringo y le tomó el pulso al Caudillo. Se quedaron en silencio. Cacho encendió un cigarrillo. Miguelito Miguel, miraba expectante. El Toto se paseaba entre los tesoros expuestos, silbando. Al rato, el Caudillo abrió los ojos. Tenía la mirada vacía. “¡Manolo!” gritaron a coro los tres militantes justicialistas. En un movimiento ágil, Quindimil se levantó, se aflojó la corbata y agarró del cuello a Jhonn. “Compañeeeeeeeeeeeroooooo…” dijo, saliendo de la heladera-féretro y lo mordió en el cuello. “¡¡¡Aaaaaahhh!!!” gritaron los otros de la impresión. El científico cayó al suelo convulsionando. El Caudillo-Cadáver los miró y se abalanzó sobre ellos. “Compañeeeeeeeeeeeeroooooooo…” “¡Viva Perón carajo!” gritó Miguelito, haciendo la “V” con sus dedos índice y anular. El muerto-vivo sonrió, hizo el mismo gesto y se le tiró encima tratando de morderlo. “Compañeeeeeeeeeeeroooooooo…” “¡Don Manolo! ¡Soy yo, Miguelito Miguel! ¡Señor Intendente! ¡Trabajo con usted en la Municipalidad!” trató de persuadirlo, pero el Caudillo-Zombie lo perseguía sin hacer caso. Cacho, del susto se escondió adentro de la heladera y se le trabó la puerta. El Toto se había esfumado. En un momento, Jhonn se levantó tambaleando, escupió un poco de sangre, “Compañeeeeeeroooooo…” soltó en un susurro y se acercó a Miguelito que quedó atrapado en un rincón entre los dos cadáveres andantes. Se puso pálido, estaba aterrorizado.  En eso, se escuchó como un estruendo y desde atrás apareció el Toto con una sierra eléctrica. Bbbbrrrrrrrrrrrruuuuuuuuummmmmmmmmmm… De un solo golpe le cortó la cabeza a Jhonn y el cuerpo cayó desplomado sobre un charco rojo. “Ahhhrgg compañeeerr…” suspiró la cabeza y cerró los ojos. “¡¡¡Son zombies, boludo!!!” gritó el Toto, “Esto lo tengo visto en un montón de películas…Ya me parecía que este gringo nos iba a traer quilombo…” dijo resoplando. Quindimil, vomitó un líquido negro, trató de morderlo y le pegó un empujón. Toto cayó al suelo, la sierra se le soltó y rodó hasta la heladera. Toto se arrastró para agarrarla de nuevo y el zombie lo montó como a un caballo y le apretaba el cuello. Miguelito tomó una escoba y le pegó unos cuantos golpes, pero no le hacían nada.  Se abrió la puerta del congelador criogénico y salio Cacho. “Brrrrrrrr…Boludo… ¡Que frío que hace ahí adentro!” dijo temblando, mientras se refregaba la cara. Miguelito se paró firme, levantó el brazo derecho haciendo la “V” y entonó la marcha peronista: “Loooos muchachos peroniiiistas… Todos unidos, triunfareeeeemoss…” Quindimil soltó al Toto y se puso de pié imitando el gesto de Miguelito. Pretendió cantar pero de su garganta sólo salían sonidos guturales. Algo así como: “Ggggggrrrrrrrrrrrgggghhh… AAaaaaaaaaarrggghh… Compañeeeeerrooooo…” Ahí, Toto manoteó la sierra eléctrica e intentó arrancarla. Pero ya no funcionaba. En ese momento Cacho le pegó tres tiros con el 38 y se quedó sin balas. El Caudillo-zombie seguía de pie. Entonces largó el revólver, agarró el sifón de Perón, ése tallado en oro y se lo partió en la cabeza. “¡Chupála!” gritó Cacho. Un pedazo de cráneo con sesos se estampó contra la pared, el cadáver de derrumbó en el suelo y un líquido verdoso formó un charco. Los tres amigos peronistas, suspiraron. “Muchachos, si esto es como me imagino, si de verdad pasa como en las películas, allá afuera debe ser un infierno…” dijo el Toto. “¡Que gringo hijo de puta! ¡Estamos en el horno!” comentó Cacho y pateó la cabeza de Jhonn. “Pensemos en algo, tenemos que rajar de acá…” dijo Miguelito, secando la transpiración de su frente. “¡Hay que hacerlos cagar antes de que contagien a todo el mundo!” soltó el Toto.
Mientras tanto, afuera, los zombies se multiplicaban rápidamente. Camporita rascaba la puerta de una casa. Salió una vieja gorda con un vestido floreado y lo vio. “¡Hay que lindo perriiito!” exclamó y se agachó para acariciarlo. El pequeño can le saltó a la cara y le arrancó la nariz de un tarascón. Un chorro de sangre manchó la pared. La vieja de desmayó y el animalito endemoniado se fue moviendo la cola. Un tipo con la camiseta de Boca Juniors entró al Bar del Club 12 de Octubre, se acodó en la barra y pidió una cerveza. En el televisor se veía el partido Boca-River. “¡Salúd!” dijo levantando el chopp. “Compañeeeeeeeeroooooo…” dijeron los parroquianos desde las mesas y se le fueron encima. Una señora con ruleros estaba barriendo la vereda y vio a un hombre saltando la tapia de su vecina de enfrente. “Yo sabía que esa tenía un amante” pensó. Dejó la escoba tirada y salió corriendo hasta la peluquería de la esquina para contarle el chisme al peluquero. Atravesó la puerta excitada. “¡No sabés lo que acabo de ver!” gritó. “Compañeeeeeeeeroooooo…” respondió el peluquero con la tijera en la mano. Mostró los ojos en blanco y la boca morada. Giró la silla. El cliente era un niño rubio de ojos saltones que tenía un tajo en la frente del que salía sangre. Se puso de pie de un salto y la mordió en un brazo.

Pero volvamos con nuestros Héroes Justicialistas: “¡¡¡Ya sé!!!” gritó Cacho dando un puñetazo a la heladera. “Hacemos explotar la bomba que está ahí” continuó, señalando el artefacto construido por Ronald Richter. “¡Pará, boludo! ¡Así vamos a cagar fuego nosotros también!” le contestó el Toto. “No anda, está desactivada hace cincuenta años…” suspiró Miguelito, “Yo pensé en salir volando en el Pulqui, pero no tiene nafta.” volvió a hablar Cacho y encendió un cigarrillo. “¡Busquemos armas!” propuso Toto. “¡JA! ¡Mirá lo que encontré! dijo Miguelito y de un golpe abrió un armario enorme. Ahí adentro había varios cartuchos de dinamita, dos escopetas de doble caño y una caja de municiones. Cacho se frotó las manos, emocionado. “¡Vamos Miguel carajo!” festejó. “Che, se me ocurrió algo… Me parece que lo que nos va a ayudar es lo único que tenemos en común todos lo peronistas… ¡Tenemos que volver a la Unidád Básica!” dijo Miguelito cargando la dinamita en un bolso. Agarraron las escopetas y salieron.  De atrás de una pila de fierros viejos apareció el cuidador de la chatarrería, con un machete en la mano y dando saltitos porque le faltaba una pierna. “¿Que pasa compañero…?” “¡Compañeros son lo huevos!” dijo Cacho y le voló la cabeza de un escopetazo. “¡Boludo, mataste al rengo!” dijo Toto “Y parece que estaba sano…” comentó Miguelito. “Bueno, che, nunca me lo banqué al gil ese…” respondió Cacho encogiéndose de hombros y se calzó el machete a la cintura. Montaron el camión rastrojero y salieron a toda marcha. Manejaba Miguelito. Encendió la radio y sonaba una canción de Dos Cachivaches, un dúo de heavy metal. Cantaban a los gritos: “El flequillo de Satán… El flequillo de Satáaaaaan…” Subió el volumen y pisó el acelerador. Al llegar al barrio, había un montón de zombies paseándose por ahí. Andaban lento, se tambaleaban, se arrastraban. Miguelito y el Toto bajaron de un salto y ¡Pum! ¡Pam! ¡Pum! empezaron a abrirse camino a escopetazo limpio. Cacho tiraba machetazos a diestra y siniestra. Era un espectáculo dantesco. Los zombies lánguidamente se les acercaban. Miguelito encontró a Camporita en la puerta de la Unidad Básica. “Perdoname compañero” dijo y apretó el gatillo. Donde estaba la mascota quedó una mancha roja. “Muerto el perro, se acabó a rabia…” dijo el Toto, palmeándole el hombro. “Faltan éstos” dijo Cacho señalando a la calle infestada de muertos vivientes que aullaban: “Compañeeeeeeerooooooo…” Miguelito entró a la sede peronista mientras sus amigos lo cubrían. Un flaco alto, con la cabeza de lado, escupiendo líquidos amarillos saltó sobre Cacho. Toto le apuntó, pero no tenía munición, entonces le pegó con la culata. Cacho tiró un golpe de machete y le cortó un brazo. Saltó un chorro de sangre negra. El zombie se alejó un metro y ahí de otro machetazo le arrancó media cabeza. Los sesos quedaron desparramados en el piso. Miguelito salió arrastrando un parlante grande, un megáfono y el centro musical. Los otros dos lo miraron sin entender. “Enchufá este aparato a la batería del camión y sacá el parlante para afuera” ordenó serio. Cacho acató enseguida, abriéndose paso a golpes y patadas. Entonces Miguelito puso la boca en el megáfono y empezó a cantar: “Looos muchachoooos peroniiiistas…” en ese momento todos los zombies se quedaron quietos e intentaron cantar. Eran un coro del infierno. Entre gemidos y gritos. Cacho puso play en el equipo musical y se escucharon bien fuertes los primeros acordes de la Marcha Peronista interpretada por Hugo del Carril. Los tres subieron de nuevo al camión y Miguelito arrancó. Fue manejando despacio, a paso de zombie. El rastrojero, con la marcha que nunca se marchita, era como un flautista de Hamelin atrayendo a los cadáveres andantes. En un rato llegaron al Puente Alsina y se detuvieron en el medio. Justo sobre el Riachelo. Ahí Cacho y Toto entendieron el plan. Dividieron los cartuchos de dinamita y salieron a colocarlos en las bases de la construcción. Eran pocos explosivos, pero el puente estaba tan viejo que con menos pólvora que esa se vendría abajo. Miguelito seguía cantando emocionado a través del megáfono. Cuando los otros dieron el OK, se bajó del camión y fue con ellos a refugiarse en tierra firme, detrás de un colectivo abandonado. Cientos de muertos vivos escuchaban la música y cantaban en el centro del puente. “Con la gran masa del pueblo… Combatiendo al capital…” fraseaba el cantor y Miguelito encendió la mecha. Segundos después, cuatro explosiones y el Puente Alsina de derrumbó. Los zombies cayeron al riachuelo y empezaron a derretirse. Algunos tiraban manotazos intentando zafar, pero el río está tan contaminado que corroe todo lo que cae allí. Después de unos minutos hubo un silencio de muerte. “¡Viva Perón carajo!” dijo Miguelito festejando. “Espero que éstos sean todos” comentó el Toto, recargando la escopeta. “Y si alguno cruzó, ya es problema de la Capital…” siguió. Cacho encendió un cigarrillo y le dio una pitada. “Se me abrió el apetito, me comería un sanguche de fiambre…” comentó mirando los restos de cadáveres que flotaban.


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